miércoles, 14 de junio de 2023

Algún día


 

Él no quería estar solo. La única compañía que necesitaba era la de su abnegada madre, afligida por la tortura de estar sobreviviendo a tan amargos momentos, mientras su hijo se consumía en aquella cama de hospital. Ella no sentía ni frío ni calor, solo miedo. Mucho más que eso, el pánico estrangulaba cada posible movimiento de su cuerpo, agotado por la falta de descanso, y a pesar de haber cruzado el límite, la mujer continuaba despierta, al lado del único hijo que no tardaría en dejar de asir su mano para dejarla caer.

La sensación de incalculable vacío que ella comenzaba a tener, inundaba de sollozo sus inconsolables ojos, desbordados de lágrimas, despeñadas entre su blusa, desdibujando entre destellos la imagen de quien más quería. Ya nadie podía cambiar un desenlace que comenzaba a suceder, mientras las fuerzas decrecían y sus dedos comenzaban a deshilacharse. Ella contuvo la respiración lo más que pudo, mirando a los ojos a su hijo, demasiado vidriosos para asegurar que albergaban vida, y fue cuando un tajante silencio se clavó en cada grieta de la habitación, percibiendo con horror cómo cualquier atisbo de existencia se alejó de su cuerpo.

Sin saber qué hacer, con la mirada hundida en aquellas pupilas perdidas, todo el peso de este injusto mundo se derrumbó sobre su espalda. El dolor más terrorífico cubrió con su negro manto las paredes de aquella fúnebre estancia, mientras ella seguía aferrada a la mano del cuerpo sin vida de su pequeño.

Al otro lado, el niño ya era luz. Sin comprender nada, se percibió a sí mismo como un halo brillante que deambulaba a través de un túnel. Al fondo, un increíble destello, como jamás advirtieron sus ojos físicos, refulgía al final del pasaje, hacia donde se dirigía a pasos vacilantes, sin entender nada de lo que acontecía allí. El recién llegado cruzaba un conducto luminoso, alumbrado por colores que jamás había contemplado, y unos sonidos igualmente desconocidos parecían acompañarle a cada paso. Pero el llanto de su madre podía escucharlo, y fue cuando él se volvió, viéndola en la habitación, sentada junto a su cuerpo inerte, sin soltar su mano ni un instante. El niño sintió pesar, tristeza encerrada en su nuevo ser, pero al mismo tiempo sentía amor; un amor como nunca lo había vivido, aferrado a cada parte de la luz que formaba su nueva esencia. Aquella percepción de un increíble amor absoluto, junto con las maravillosas luces y fascinantes sonidos que le arropaban, abrieron aún más el fulgor del final, del que surgieron figuras que el niño pudo ir reconociendo, a medida que se le acercaban. Su abuelo, de quien nunca pudo despedirse en vida, le recibía con una sonrisa, al igual que otros familiares a los que ni siquiera llegó a conocer. Su único perrito, al que tiempo atrás hubo que sacrificar, por una terrible enfermedad, también estaba allí, aguardando la llegada. El niño miro de nuevo hacia atrás, y quiso acercarse otra vez hasta la habitación donde su madre, desconsolada, quedaba sumida en lo único que ya podía tener de su hijo, los recuerdos. Él intentó alcanzarla con sus manos, pero no pudo. Solamente podía verla, cada vez más lejana, hasta que todo se fue desdibujando y desapareciendo.

-Mamá, estoy bien. No llores, por favor. Estoy aquí, ¿no me ves? Mírame, mamá.

El niño no recibió respuesta alguna. La madre navegaba en el llanto, y todo era tristeza y desolación. Para ella, cada resquicio se tornó oscuro, y el ingente dolor oprimía como el peor de los martirios.

En la luz, la claridad aumentó de tamaño, y lo llenó todo. Unas puertas interminables se abrieron, y las almas comenzaron a cruzar el umbral. Todo era calma, amor y esperanza. Comenzaba una nueva vida más allá del entendimiento, donde todos, algún día, nos reuniremos de nuevo.


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