Cuántas películas habremos visto de catástrofes irremediables, donde la humanidad se ha de buscar la vida hasta en los sitios más cochambrosos. Me vienen varios títulos a la mente en este instante, y todas esas historias coinciden en que nuestro porvenir no tiene ninguna buena pinta ni siquiera a largo plazo. Según esas cintas, el mundo llegará a colapsar de tal manera que todo lo que acabe rodeándonos será irreversible, y la vida, tal y como la conocíamos, nunca será igual. Las comodidades a las que no damos la más mínima importancia serán recuerdos dolorosos, de una intensidad lo suficientemente fuerte como para hacer llorar de desesperación a cualquiera. Sentarse cómodamente a ver las mentiras de la televisión, con un refrigerio cerca y los pies en alto, al fresco de un ventilador o con el calor de una buena estufa, desaparecerán. Ir a comprar a la tienda de alimentación y llenar la cesta de, quizá, caprichos, no será algo que podamos hacer de nuevo. El mundo caerá como tal, y el confort que no valoramos acabará desapareciendo. Y todo esto por la mala gestión de unos pocos que, eso sí, mantendrán una serie de privilegios que el resto ni oleremos. Por culpa de esos que no supieron, o no quisieron, hacer las cosas bien, nuestro mundo será un aciago páramo devastado. Los errores de aquellos que quisieron hacer de la política su estandarte personal, son los que nos van a llevar a un cataclismo del que solo los más fuertes podrán escapar.
O no.
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