Os voy a contar algo que me sucedió, a pesar de lo que
muchos puedan opinar, pues es algo tan cierto como que ahora es de día.
El centro de Madrid es variopinto, y nunca sabes qué podrás
encontrarte a la vuelta de la esquina, o en la tienda de comestibles, o entre
dos coches, al cruzar hasta la otra acera. Sí, entre dos coches; dos vehículos
normales que reposan tranquilos, sin meterse con nadie. Y allí, entre medias,
agazapado, reptaba un hombre, arrugado, sin permiso del ayuntamiento. Por mi
parte, quise cruzar, mientras buscaba una dirección, atento a lo mío, pero
distraído del resto. Y en aquel preciso instante, ni antes ni después, casi
hubo una catástrofe de proporciones épicas.
El hombre escondido al que casi no vi, estaba en plena
faena, con sus cosas, regodeándose y disfrutando el momento. Doblé el esquinazo
del vehículo, rodeándolo con el ritmo habitual, y a punto estuve de meterle un
pie en la boca. Él se me quedó mirando con fijeza, lo mismo que hice yo, en un
asombro mutuo. El fulano de turno estaba haciendo de vientre en plena calle, sin
miramientos, con cara de circunstancias. Le dije, tras el susto, que había un
bar enfrente donde bien podía haber entrado para plantar su pino, en lugar de
dejarlo en plena calle, abandonado e indefenso. No sé si aquel hombre sabía
comunicarse, ya que no mencionó palabra alguna, y mientras tuve que saltar sobre
él, para no caerme de bruces, el pollo siguió a lo suyo, apretando, quedándose
en una gloria relativa.
En casos de urgencia de esta clase, imagino que el dueño de
un bar permite la entrada, incluso sin consumir un triste café. A cualquiera puede sucederle un episodio de
esta envergadura. Pero… ¿montarse la fiesta en plena calle? Otra cosa no habrá
en Madrid, pero bares…
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