No me importa decir (de hecho, lo reconozco) que, a pesar de
ser madrileño, y tirarme lo mío, tengo predilección por el norte. El calor que
sufrimos en el centro del mapa es, como poco, insufrible. Y aunque hay quien
sostiene que el húmedo sofoco de las costas se lleva peor, yo lo prefiero. Por
eso, cuando escapo hacia el norte, lo primero que hago es disfrutar del aire,
de sus vistas y sus vientos, de las olas y, cómo no, de su gastronomía. Este es
un tema importante, ya que el ser humano se mantiene gracias a lo que ingiere,
y el despliegue que se encuentra en estos lares es, como mínimo, de película.
No puedo dejar de lado el (no tan) pequeño detalle de las
noches, cuando uno se abriga con manta, por ligera que sea, y se agradece. Eso
de dar vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño por culpa de los
calores, no tiene cabida, generalmente, en el norte. Dormirse cerca del mar,
con la música de las olas y el viento fresco que azota, no tiene precio. Cuando
nace la luz del día, ella nos acompaña, y el agua que mece los barcos
abrillanta los caminos. Y atardeceres dorados que prenden miles de estrellas,
nos cuentan que no hay noche sin magia… en el norte.
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