Adoro a la mujer. Es una figura maravillosa que, tanto si
fue creada de forma divina, como si el azar se atribuye su obra, el destino
decidió tiempo atrás que ella sería clave en la magia de la vida. Sin ella,
nuestra raza, la que llamamos “humana”, aunque no siempre lo sea, estaría rota
por la mitad, ya que la otra parte depende del hombre; el ser masculino que se
complementa con su compañera.
Con el pasar de los tiempos, no todo tiende a evolucionar,
por desgracia. Es frecuente ver, de vez en cuando, que, por cada tres pasos que se avanzan, uno retrocede. El mundo se ha visto inmerso, desde siempre, en toda
clase de altercados, y entre ellos, las formas de pensamiento.
A día de hoy, eso que llaman “fenimismo”, tiene su hueco
(faltaría más) en la sociedad que nos acoge. Pero los matices han ido cambiando
tan rápido, que ya no se sabe dónde acaba la razón y dónde comienza la locura.
Los movimientos sociales que exigen el reconocimiento y los
derechos de las mujeres, no han hecho más que crecer. Es perfectamente legítimo
que las mujeres quieran gritar al mundo, donde el hombre siempre ha sido la
figura dominante. La base de la igualdad es, simplemente, compartir la misma
esencia, cuantía, condición, aspecto o estructura. Por ello, nunca creí en el
sexo débil, entre otras cosas, porque ya quisiéramos los hombres estar preparados para
soportar un alumbramiento. Y es que la mujer es mucho más de lo que vemos desde
fuera. Pero también los hombres. Y ahí está la igualdad.
Pero todo se estropea cuando algo (de naturaleza insana)
adultera, enrancia y pudre el camino a seguir. Es entonces cuando el movimiento feminista, pasa de
reivindicar la lógica, a elevar la bandera de la sinrazón más necia y obtusa.
Parece mentira cómo las personas pueden caer en la
irracionalidad más descabellada, y en la enajenación privativa de los
perturbados. Da mucha pena observar el deplorable y odioso esperpento al que
han llegado muchas feministas, con sus grotescas demandas y ridículas
condenaciones hacia los hombres. Su odio es tal, que su principio fundamental
es precisamente ese: la fobia y la rabia enlazadas en la misma vasija, donde
cabe, también, cómo no, el resentimiento.
Y llega un momento en que todo se desbarata. El efecto
llamada afila las espinas del trastorno, mientras la entregada multitud corea cantos
de rencor e inquina contra el género masculino que, en su gran mayoría, está en
contra de todo aquello que suponga herir a la mujer. Porque, ni todos los
hombres son maltratadores, ni todas las mujeres son feministas radicales (por
suerte, en ambos casos)
Y tantas, y tantas demencias…
Entristece mucho comprobar en qué se han convertido gran
parte de mujeres que, demostrando lo que piensan, se hacen un nítido retrato,
completamente ridículo. Reclaman respeto a grito pelado, mientras ellas actúan
bajo el lema del odio y la intolerancia.
Hay un largo camino por delante, en el que cambiar muchas
cosas. Todos debemos mejorar, tanto la mujer como el hombre, pero siempre desde
el buen criterio, y no desde lo irracional. Porque hay cuerdos que gozan de su
cautela, y locos que disfrutan con su locura.