Una de tantas veces que el calor apretaba, sentí la
necesidad de alejarme, por unos instantes, del esfuerzo desmesurado que suponía
trotar, sobre aquellas murallas al sol.
Ávila tiene magia, incluso en cada grieta, y a pesar del sofocante
verano, pasear por sus entornos ofrece una calma especial.
A mitad de camino, sin haber tenido la precaución de
agenciarme algo de agua, quise sentarme en algún lugar donde poder respirar, a
la sombra de algún árbol que quisiera cobijarme. De pronto, ni muy lejos ni
cerca, divisé unos bancos hermosos, concretamente tres, agazapados entre unos
matojos. El más grande de ellos, asomaba, por un lado, dejando ver sus formas,
invitando a ser usado. Lo malo era, sin duda, la colección de ortigas
puntiagudas que rondaban por allí, especialistas en dar picor a quien quisiera
acercarse, cosa que no hice, por desgana. No me apetecía en absoluto pasar la
tarde entera rascándome como un poseído, y seguí mi camino. Y allí quedaron los
bancos, sepultados bajo la maleza, mostrando al mundo sus encantos, que tampoco
eran muchos.