Los tejados tienen ese encanto especial que, al ensombrecer cada
noche, adquieren cierta magia. Las luces anaranjadas que bañan las tejas,
arañan con delicadeza techumbres o azoteas, y caminan entre cubiertas con noctámbulos
reflejos, ofreciendo un hipnótico estado en el que perderse, cuando, desde una
altura privilegiada, se inclinan ante nosotros increíbles artesonados, húmedos
por el relente y brillantes por los luceros.
El día vive todavía, pero, en unas horas, la bóveda celeste
se apagará, y comenzará de nuevo el juego trasnochador, dispersando las
estrellas como finas esquirlas de fogata.
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