Un confinamiento no es algo apetecible, sobre todo para
aquellos que gustan de salir, por ejemplo, a deleitarse con una buena bebida
refrescante, acompañada, quizá, de algo para picar. Tampoco lo es para los
niños, que se suben por las paredes, igual que hacen los padres, ante el enorme
despliegue de gritos y golpes que soporta cualquier casa que los alberga. No es
para menos, por tanto, pensar que un encierro obligado por culpa de una pandemia,
es mucho más que algo aburrido; es insoportable cuando se dilata en el tiempo.
Hay quien tiene suerte, por poder moverse a sus anchas, si
su lugar de residencia es amplio. En cambio, existen sufridores que se han de
mover en espacios mucho más escuetos, y algunos sin apenas luz o ventilación.
Los de este último apartado son, sin lugar a dudas, unos mártires en potencia.
Pero el caso de Manolito es bien diferente, pues goza de la
serenidad que puede respirarse en las afueras, y la holgura que su parcela le
otorga. En su arbolito, lugar donde pasa largas horas pensando, se estira, y
con la mirada perdida, pero sin escatimar en agudeza, planea nuevas posiciones
para relajar su enjuto y peludo cuerpo sobre la desgastada corteza. Sin mirar
el reloj, pues no usa, nebuliza los efluvios que el viento le lleva, mientras
su estómago está al tanto de lo que falta para darse un buen homenaje.
Manolito es, además de parco en palabras, un tragón. Y hace
bien.
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