Miro a través de los cristales, y veo a unos niños
corretear, como si jamás lo hubieran hecho antes, y hubiesen descubierto la magia
del movimiento hace un cuarto de hora. Euforia al cubo es lo que se aprecia
desde este mirador, además de algunos gritos que, en ciertos casos, se hacen
imprescindibles para quien los emite. La lejanía que debe mantenerse entre
personas obliga, en ciertos momentos, a comunicarse como los antiguos, dejando
la calle desnuda entre medias. Desde una acera a la otra, las voces, en ciertas
situaciones indescifrables, rompen el sueño de quienes pretendían aprovechar el
tiempo en plena siesta. Y es entonces cuando las alteradas víctimas
encolerizan.
Pero más allá de estos episodios, vivimos una temporada en
blanco y negro, respirando una atmósfera sosegada que rompe nuestra calma
cuando empezamos a pensar. Los tiempos que galopan están envueltos en drama, y
nadie sabe cuántos acabarán cayendo ante la escasez. Vivimos el goteo del
deceso diario, que empaña y oscurece las vidas de quienes quedan. Y el futuro
que nos viene no puede ser peor.
Ante un horizonte tan sombrío, deslizamos las cortinas, asomamos
la mirada y sonreímos por la alegría de esos niños que pasean su entusiasmo bajo
nuestro balcón.
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