Cruzar una puerta y encontrarme con tres pirámides aztecas, después de tropezar con una vieja vía de tren, y aterrizar ante la estatua de Augusto – Octavio para los amigos – no es algo que pueda considerar como habitual. A mí no me suceden este tipo de cosas casi nunca.
Mientras bebía un refresco de arándanos, templado como el abrevadero de una mula, observaba en la lejanía tres columnas de humo blanco, como si acabasen de elegir a tres Papas. Y dado que el sol de justicia se empeñaba en ser molesto, me refugié bajo medio arco de piedra que todavía quedaba en pie. No había un alma en aquel entorno interminable, y con más aburrimiento que una mona con ukelele, me terminé la bebida. Fue entonces cuando me pregunté hacia dónde dirigir mis pasos, pero no tenía un ápice de ganas para ponerme a pensar. Aquel era uno de tantos momentos asfixiantes de verano, punzantes y crueles, en los que te quedas inerte, como si alguien hubiese apretado el botón de pausa. Una calma fuera de lo normal, con lejanísimos susurros que llegaban de las montañas, formaban el hilo musical de aquel sueño del que, por fin, acabé despertando, porque menudo tostón. Casi me quedé dormido dentro de ese sueño. Y entonces no sé qué habría pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario