Menos mal
que la vida ha vuelto, más o menos, a su sitio. Madrid pasó de ser una
megalópolis candente, con las calles como un hervidero de personas, a convertirse
en un páramo donde el silbido del viento anidaba en cada esquina. Lo malo es que
mucha parte del gentío, que, como digo, ya está corriendo la zapatilla, no
parece ser consciente de esa distancia social que todos hemos de guardar, por
lo que, lógicamente, aquellos que acaban infectados con el COVID-19, lo van esparciendo
por muchos lugares. Y así, francamente, no acabaremos nunca.
Dejando a un
lado el hecho de que esta pandemia haya nacido en un laboratorio, o el chispazo
haya sido por una mutación, lo cierto es que existe, aunque los negacionistas
bramen lo contrario. El origen no está del todo claro, pero las muertes
mundiales se han producido, algo que es innegable, y con la carrerita que
llevamos, encabezada por todos aquellos que no tienen demasiadas luces, estamos
todos abocados a la continuación del desastre. En resumen, que tanto si acabamos
de nuevo confinados como si no, podemos morir por el virus, o podemos palmarla
por hambre, por la escasez de trabajo. Pinta mal.
Otra cosa es
que la mascarilla sea o no tan necesaria como dicen (yo, por si acaso, siempre
la llevo, portándola constantemente mientras me alejo de todos, porque no está
el tema como para fiarse) Y es que la confianza es algo que se ha de ganar, y
los científicos que aporta este gobierno son muy poco fiables, por razones más
que obvias. La mascarilla es un auténtico tostón en verano, con estos calores
infernales, porque resta aire y, en consecuencia, agota. Hay quien entra en
estado de ansiedad, lo cual le puede llevar a perder hasta el conocimiento por
bajarle la tensión hasta el suelo. Pero tranquilos, porque siempre salen de
debajo de las piedras los típicos lumbreras, con sus soluciones “New Age”,
diciendo que todo está en la mente, y que aquellos que se desmayan es porque
quieren.
En épocas de
frío no molesta tanto, pues la mascarilla sirve de parapeto, y protege del
gélido invierno que aterriza en la cara, a veces, en forma de ventisca. Pero
ahora, en pleno mes de julio, con este calor insoportable, se hace muy cuesta
arriba tener que salir con la careta puesta. Pero no queda otra.
No hay más
remedio que hidratarse todo lo posible, estar a cubierto, o bajo cualquier
sombra. Distanciarse de los demás no es tan complicado, sobre todo de aquellos con
un pelaje característico, que solo buscan juerga y se les ve llegar. No me
extraña que haya gente que se quiera ir a vivir a un pueblo, con su terreno
acotado, su huerto para ir tirando y su aislamiento mágico, tan necesario en
estos días. Al final, desastres como el que estamos viviendo, sirven, al menos,
para abrir los ojos y darse cuenta de que, cada uno en su casa y Dios en la de
todos.