domingo, 19 de marzo de 2023

La cabaña


 

De los paseos desorientados convertidos en extravío absoluto, recuerdo con claridad meridiana aquel que me llegó a inquietar tajantemente. Perderse en un bosque desconocido no es algo deseable, sobre todo cuando la noche amenaza con adueñarse de los entornos. Al caer la oscuridad, de forma irremediable, las sombras comienzan a cobrar forma, y las simples pareidolias arañan las puertas de nuestro miedo para dejarlo salir.

A pesar de los avances tecnológicos, la cobertura de mi teléfono estaba más ausente que nunca. No podía hacer llegar ni el más leve aviso a nadie, y las horas oscuras arriaban, acompañadas de un frío inusual que surgió de improviso. La niebla a ras de suelo parecía poseída, mostrando una especie de baile irreal y sobrecogedor, dejando despejado el único rastro de rala hojarasca que obligaba a ser caminado. Más allá de lo apenas visible, el bosque, espeso e interminable, escondía más secretos de los imaginables, pero no era el único.

Sin ser capaz de comprenderlo, entre la bruma, una vieja cabaña se exponía, desvencijada y oscura, con el paso de los años ligados a sus listones, enterrados desde su base en aquel inerme terreno. Nadie me esperaba en ninguna parte, y reconocer aquello me aterraba, pues aquella noche podría haber sido la de mi desaparición para el mundo, ya que no había un alma allí. O sí.

La puerta de la cabaña permanecía abierta, y no dudé en cruzar el umbral. Por suerte, la linterna de mi móvil funcionaba, y pude usarla para intentar encontrar algún interruptor, pero la civilización pareció olvidar aquel chamizo. Todo crujía allí dentro, donde el olor a rancio era lo de menos, pues deseaba hallar el modo de encender alguna luz con la que poder alumbrar aquella extraña covacha y quitarme de encima la sensación de estar observado por algo. Pero, por más que busqué, la electricidad allí era un lujo inexistente. Afortunadamente, un par de velas hacían cuerpo sobre un aparador, y cerca de ellas encontré unas cerillas con las que prender su acartonado pabilo.

Una vez que la luz se hizo hueco entre las maderas del viejo bohío, sentía el tangible abandono en cada hendidura. Había que tener un extremo cuidado al dar un paso allí dentro, pues no eran pocos los clavos que asomaban de los tabiques, seguramente impregnados con toda clase de inmundicias. No era ni el momento ni el lugar para infectarse con nada, pues desconocía cuánto tiempo estaría allí perdido, sin poder recurrir a un simple medicamento. Lo único que podía hacer era esperar a que pasase la noche, resguardado, al menos, de las bajas temperaturas.

Con la ayuda de la primera vela encontré otras, que también encendí. Pude colocarlas en diferentes lugares, para distinguir mejor aquel interior, y toparme con un jergón que me serviría de cama. Después advertí el hogar de una chimenea, apenas alumbrada por el resplandor de la vela más cercana, y no tardé en acopiar algo de leña seca, que reposaba a su izquierda, para encender unas astillas y caldear la estancia.

Con todo aquello, mis preocupaciones mermaron, disponiéndome a descansar bajo techo, para reanudar mi camino con la llegada del sol. De mi mochila extraje un abrigo de repuesto, que usé como manta y, recostado en aquel camastro, cerré los ojos y me relajé. Pero mi calma no duró mucho tiempo, porque no estaba solo. Esa fue la sensación que tuve al llegar, y con aquel chasquido me reafirmé; un ruido acompañado de un susurro, tan cercano que noté un frío aliento sobre mi cara. Nada se veía, pero allí había algo, y no era una persona ni un animal. Guardé silencio, como jamás en mi vida, pudiendo escuchar mis propios latidos acelerados, haciendo lo posible por agudizar mis sentidos e intentar descubrir el origen de mi miedo, pero no era capaz. Y mientras afinaba la vista para vislumbrar mi entorno, sobre mi hombro sentí una carga, como una garra que me apretaba con desprecio y empezó a zarandearme, empujándome hacia la pared para evitar que me levantase. Tragué saliva sin poder evitarlo, como tampoco podía eludir un pánico creciente hacia lo desconocido, mientras los ruidos se tornaban estridentes y el frío creció inusitadamente. El fuego comenzó a extinguirse, al igual que la llama de cada vela, y el ente que me sujetaba lo hacía con más fiereza, balbuceando un extraño lenguaje a la vez. Hubo un instante que lo di todo por perdido, reconociendo que había entrado donde jamás debía, y en mitad de aquellos pensamientos, a punto estuve de desfallecer.

Por fortuna, y sin saber exactamente de dónde, saqué fuerzas suficientes para desenmarañarme de aquella garfa y escapar, aterrado y quejumbroso, hasta el exterior, en pleno bosque, bañado por las nieblas y los gritos de las criaturas de la noche. Y allí, aguardé el amanecer, agotado, de pie y congelado, pero vivo.

 

 


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