La soledad buscada tiene esa parte de necesidad, que casi todo el mundo precisa, en ciertas parcelas de la vida. El aislamiento ofrece, en multitud de ocasiones, la posibilidad de alcanzar el autoconocimiento personal, mientras el refugio en el silencio se hace evidente. El pasar del tiempo en mitad de un destierro elegido, puede suponer ese reinicio imprescindible para situar cuanto nos rodea en el lugar correspondiente.
Pero existe una soledad obligada, no buscada, que ancla en la melancolía a demasiadas personas, cuando además, por desgracia para ellas, soportan con impotencia el avance de las estaciones. La ancianidad arraiga con fiereza sin poder huir de sus garras, y el dolor de la verdad se expande cuando alguien se siente de más. Hace falta ser inhumano para desentenderse de quienes padecen el injusto desamparo de esta vida cruel, abandonando a su suerte a personas que son cada vez más dependientes.
Como voluntario en hospitales de enfermos terminales, me horrorizo con las historias que hay detrás de ciertas miradas. Muchos enfermos inermes fueron literalmente olvidados por los suyos, como si ya no tuvieran cabida en este mundo. Personas indefensas, desabrigadas por completo, fondeadas en una cama y sin más horizonte que un ventanal. Hombres y mujeres que aguardan el momento de su partida, sin el tacto de cariño de quienes son su familia, en una lejanía que no llegan a comprender.
Lloran, se sinceran, se abren a quien se acerca, buscando un ápice de comprensión y de afecto, mientras alzan su mano, los que todavía pueden, para sentir esa pizca de bondad, que ya apenas recuerdan. Y mientras asumen que el tiempo galopa en su contra, entrelazan sus débiles manos, casi siempre doloridas, con las de alguien de buen corazón que les ofrezca un poquito de apego.
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